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Alguien que fue y no se aggiorno…

“Nosotros no creemos y no aceptamos que el hombre esté hecho para combatir al hombre… y que nuevas formas de convivencia y organización social deban o puedan levantarse sobre las ruinas de todas las anteriores”. (Tedeum de 1977)

Por: Jaime Antúnez Aldunate | Publicado: Viernes 6 de noviembre de 2015 a las 04:00 hrs.
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Me referiré brevemente a tres cimientos, que se observan en una primera mirada que busca saber cómo y de donde salió la persona de Don Raúl Silva Henríquez, tal cual la vimos y tal cual nos la deja la historia reciente.

Estos tres cimientos son (podría también haber otros):

1.- Su familia talquina compuesta de padres católicos y de 16 hermanos, plenamente enraizados en la vida del campo chileno;

2.- Su vocación salesiana, discernida lentamente a través de un camino que comienza en la niñez, que atraviesa por su formación jurídica en la Universidad Católica y que acaba en ese “ser conquistado por Don Bosco” según él confiesa;

3.- Su formación religiosa en Turín, durante la entreguerra (una circunstancia enteramente excepcional para un hombre venido del ámbito campesino latinoamericano), que le hace vivir en el centro gravitacional del mundo entonces, Europa, la gran tensión y el quiebre que provocará un cambio de época. Todo ello, cuando en medio de azotadas olas, la nave de Pedro es gobernada por Pio XI, recordado siempre por un magisterio particularmente fuerte (Quadragesimo Anno, que reactualiza la “cuestión social” planteada por León XIII; las tres importantes encíclicas condenatorias de los tres grandes totalitarismos del siglo XX: Divini Redemptoris (sobre el comunismo), Mit brenenden sorge (sobre el nacismo), Non abbiamo bisogno (sobre el fascismo); más otras relativas a la educación y a la familia).

Al encontrarse uno con la biografía de Don Raúl o cuando vienen al recuerdo tantos momentos críticos en los cuales su figura se hizo presente y que muchos vivimos, la memoria de estos cimientos -su huella nemotécnica en nosotros, diría alguno- va iluminando y dando explicación a sus pasos y, más aún, nos va permitiendo sentir cómo el Señor lo fue preparando desde entonces para las horas difíciles que habría de vivir.

Una querencia muy nuestra tenderá, casi indefectiblemente, a proyectar la grandeza del personaje en el telón de fondo de su dura confrontación con las autoridades del régimen militar. Me parece evidente que centrarse en ese espacio es caer en un reductivismo, que no ayuda a aprehender lo que realmente Don Raúl significó para la Iglesia chilena y latinoamericana.

Así como San Alberto Hurtado, hasta cuando beatificado y luego canonizado, fue comúnmente instrumentalizado por intereses que no ayudaron precisamente a entenderlo en toda su plenitud -como en cambio sí, pacíficamente, podemos verlo hoy- otro tanto sucede con este contemporáneo suyo (nacido apenas seis años después) que nos convoca en esta conmemoración y en este lanzamiento del libro “El Agape, el Discernimiento y la Audacia -en el pensar y actuar de Raúl Silva Henríquez”.

Ambos, tanto el jesuita como el salesiano -uno formado en la escuela de San Ignacio, el otro en las de San Francisco de Sales y Don Bosco- tendrían que vérselas duramente con las mediaciones ideológicas de su siglo, que los tornarían para muchos incomprensibles. Ambos recibirían golpes de la derecha más que de la izquierda, pero sea de una o de la otra, lo que realmente entraba en choque, era el aliento poderoso de sus espiritualidades, frente a las esquematizaciones todavía muy fuertemente presentes, en nuestra sociedad y en nuestro mundo político, de esas proyecciones del racionalismo ilustrado que fueron las ideologías del siglo XX.

Si ha de mirarse y ha de quererse descubrir la visión de Iglesia que alentó en uno y en otro -en el caso que hoy nos interesa, el Cardenal Don Raúl- preciso es, me parece, eludir esos reductivismos. De lo contrario condenaremos su figura y su historia al apetito faccioso, sustrayéndosela a la patria y al conjunto de los chilenos.

El Concilio y la Iglesia en el tercer milenio

Encuentro muy bien precisado lo que se dice al comienzo del capítulo II -que escribe Justino Gómez de Benito- cuando se explica que, en relación a la era que se abre con el Concilio Vaticano II, el Cardenal no es alguien que se aggiorna, en el sentido de plegarse por pura obediencia y docilidad al cambio que se anuncia. No -y aquí asoma el perfil suyo que buscamos- él es un protagonista del cambio que bajo el aliento del Espíritu se va realizando, lo siente suyo, lo activa con fervor, arrostrando evidentemente muchas veces la incomprensión, más allá por cierto de lo que puedan ser equivocaciones en que todo ser humano cabe que incurra.

La combinación misteriosa al interior de su joven alma, de dos de los ámbitos que he llamado “cimientos” -ese núcleo familiar con fuerte raíces en el campo talquino por un

lado y la vida en el descampado cultural de un mundo que se autodestruye, el de Turín en la Europa de la entreguerra y el de las voces de Pio XI- hacen sin duda una combinación única y rara, propia a la forja de algo grande, fuerte y sólido.

¿Grande, fuerte y sólido en qué sentido?

Oportunamente se recoge en el libro un pasaje de las “Memorias” de Don Raúl, que da cuenta del momento en que es ordenado obispo de Valparaíso, en el todavía relativamente calmo mes de noviembre de 1959, segundo año del gobierno de Don Jorge Alessandri. (Sus embajadores en la Santa Sede -Fernando Aldunate Errázuriz y Pedro Lira Urquieta- habían desplegado todos sus esfuerzos diplomáticos para conseguir el nombramiento de Don Raúl en Santiago, en reemplazo del administrador apostólico Mons. Emilio Tagle Covarrubias). Se trata de un recuerdo que podría quizá parecer común a un buen sacerdote salesiano, pero en el que resuena, sin embargo, algo que es mucho más:

“Acepté ser obispo para anunciar a los pobres el Reino de Dios [el Dios] que siente por ellos una inmensa predilección” -dice. “Sabía que era difícil anunciar un Reino así en un mundo atravesado por el orgullo, la concupiscencia y el amor al dinero y al poder”.

No hablaba así, evidentemente, su antecesor en la diócesis de Valparaíso, el buen Monseñor Rafael Lira Infante.

No obstante, lo que me parece a mí oír aquí, no es exactamente un contrapunto con su antecesor, sino -propiamente ya en la antesala del Concilio- algo que resuena con fuerza a futuro: es la voz tan actual del Papa Francisco en la Evangelii gaudium, y también, la todavía tan reciente de Benedicto XVI, por lo que se refiere a la ética del don -a que alude Jean Daniel Causse, citado en estas páginas- desarrollada por el Papa emérito en la Caritas in veritate.

Por cierto, en lo anterior está también profundamente presente, hay que decir, el catolicismo “social” de Don Bosco, claro antecedente de la Rerum novarum de León XIII y de la Quadragesimo Anno de Pio XI, que tanto impacto produjo al joven religioso que concluía su formación en la Italia conmocionada de esos años. Activación del tercer cimiento.

El Cardenal de las grandes luchas

Como dijimos, en nuestras retinas o en nuestra memoria más inmediata la figura del Cardenal Silva se asocia con los hondos conflictos vividos por Chile en los años setenta y ochenta. Sin negar en absoluto esta evidencia, insisto en que descubrir al hombre que él fue, en su más profunda realidad, requiere sobre todo un esfuerzo en la línea de la amplitud de la razón, aquella, por ejemplo, a la que convidó Benedicto XVI en el célebre discurso de Ratisbona de septiembre 2006.

Una persona de su talla no se comprende mirándosele sólo o principalmente desde “la petit histoire” local, sino que exige una mirada más amplia y pensada de la historia de una determinada época. Invita, en resumen, a hacer un poco de filosofía.

Entrando entonces en sus circunstancias, digamos así, por ejemplo, que cuando una parte del país esperaba que más pronto que tarde se produjese un pronunciamiento militar y Don Raúl hacía esfuerzos ímprobos por juntar a conversar a Patricio Aylwin con Salvador Allende, no es correcto afirmar que lo que buscaba él entonces era salvar el programa de la Unidad Popular. Por lo demás, su frontal oposición a la ENU del gobierno de Allende habla por sí sola. Tampoco, yendo más allá, cuando en una de esa tensas noches previas a septiembre del 73 espeta al ex presidente Eduardo Frei Montalva -ya al parecer convencido de la imposibilidad de un diálogo político, según lo consigna el Acta Rivera- “pero Eduardito, si el gobierno Allende ha sido más cristiano que el tuyo”, no es que el Cardenal se hubiese hecho proclive al marxismo, como algunos pensarían. Es otra cosa, y muy distinta.

Lo habrá de explicar en varias ocasiones, pero sucesivamente en la serie de homilías pronunciadas en los Tedeums, desde 1973 en adelante, que Máximo Pacheco Gómez compiló y analizó en un importante estudio.

Él lo que buscaba era la unidad de Chile en torno a lo que es su humus, un cristianismo que, como explicó el Papa Francisco en su Exhort. Apostólica Evangelii gaudium (N.68), donde se inculturó, estuvo y está, porque no habría sido así sin la presencia del Espíritu Santo. Activación del primer cimiento y del segundo cimiento.

Esto es lo que muestran sus palabras, por ejemplo, en el Tedeum de 1977: “Nosotros no creemos y no aceptamos que el hombre esté hecho para combatir al hombre… y que nuevas formas de convivencia y organización social deban o puedan levantarse sobre las ruinas de todas las anteriores”. O como decía antes, en el Tedeum de 1974: “La Patria NO nace del vacío o del ocaso. La patria NO nace por un accidente geográfico o por un imperativo bélico. La Patria común es una misión y es un destino que nos concierne a todos y nos distingue de los demás pueblos de la tierra”.

Guerrero de la paz

Nuestro Cardenal Silva tuvo sin duda mucho del hombre que sabía ejercer la autoridad, de quien se sentía obligado a ello por su investidura, y lo asistía siempre en esto una gran seguridad. Por tal razón no precisaba de arrebatos. Podía ser tranquilamente un “guerrero de la paz”. Y al interior de la Iglesia, cuando había que poner orden y mandar, mandaba. Si alguien quiere recordarlo y sentir el tono de su mando, lea, se lo recomiendo, su carta al Padre Gonzalo Arroyo S.J., cuando tomó cuerpo el movimiento “Cristianos por el socialismo”.

¿Será acaso, se podrá preguntar alguno, que la prevalencia de esos tres cimientos a que he hecho referencia –podría haber otros, ya dije- constituyó, como segundo efecto, una especie de barrera psicológica ante el progreso, por parte de Don Raúl, un progreso que, acompasado por el advenimiento de un mundo más tecnologizado, ya se avizoraba?

Tocamos aquí un punto de enorme actualidad y proyección, considerada su figura como un pionero del Concilio, en el arco de 50 años desde el inicio de ese sínodo ecuménico.

Convido en tal sentido a leer el Nº 189 de la encíclica Laudato si del Papa Francisco, que aborda un aspecto causal de lo que en ella describe, una crisis ecológica, pero que tiene como antecedente una crisis de naturaleza cultural y moral. Dice así: “La política no debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia”.

Cuando, con un lenguaje que sonaría hostil para quienes desde un régimen de excepción saludaban señales de progreso fraguadas con apreciable esfuerzo, hablaba el Cardenal Silva, citando como referentes a Pio XI y a Pablo VI, “del imperialismo internacional del dinero” y de la dictadura que éste era capaz de generar, no estaba él haciendo una injusticia ni menos adscribiéndose al anticapitalismo de alguna Internacional político-ideológica. Se trataba de una cosa muy distinta:

En el arco de medio siglo, desde iniciado un Concilio Ecuménico que tuvo por misión hablar al hombre moderno de los problemas del mundo moderno -aquel mismo que el joven talquino viera en Turín como iniciaba trágicamente su alumbramiento- Don Raúl parece que advertía, sin poder exactamente saberlo, lo mismo que resuena en Laudato si.

Obviamente que no era su propósito desconocer ni rechazar los progresos de la técnica y de la ciencia moderna, incluida la economía. Sí en cambio, en sintonía con la Doctrina Social de la Iglesia, su propósito puede entenderse como el de defender, en cuanto a ésta, la economía, un necesario diálogo con la política en orden al bien común. Y encarar también el modo cómo se asumiría la tecnología moderna, que vendría a cambiar nuestras vidas, apuntando a una visión integral del hombre, atento, intuitivamente -seguro que sí- a lo que nos ha venido a advertir la Evangelii gaudium del Papa Francisco: Que el desvarío en este camino traería luego consigo, como desgraciadamente ha sucedido, el dominio de una inmanencia causante de un relativismo “todavía más peligroso que el doctrinal”, por el que el ser humano “termina dando prioridad absoluta a sus conveniencias circunstanciales y todo lo demás se vuelve relativo” (N.80).

Algo no muy distinto, en definitiva, a lo que decía Pablo VI y a lo que las Escrituras nos hablan en relación al culto de Baal, hoy tan de moda.

Un súbito imaginario encuentro

Muerto hace 16 años y ya enfermo al fin de su existencia terrena, ¡cómo nos fortalecería volver de pronto a verlo, con la plenitud de sus fuerzas, en medio nosotros, en un contexto que sin duda le sorprendería, tanto por los sufrimientos de la Iglesia como por muchas transformaciones culturales en su pueblo, que seguro no le dejarían satisfecho!

Más que la simple curiosidad humana, la paz y el interés que nos provoca imaginar esa momentánea e imaginaria compañía suya -un súbito y milagroso breve diálogo con él sobre la realidad que nos circunda-, hace vívida la percepción del significado histórico de su figura.

Los juicios que he expresado no provienen tan sólo de mi respeto a la circunstancia que produce este acto, ni tampoco, principalmente, de saber el cariño que sienten por Don Raúl muchos chilenos, católicos y no católicos, que palparon su mano de Pastor.

Son más bien expresión del anhelo de que su figura excepcional, representativa de lo mejor del alma de Chile, por cuya unidad como cultura y nación el Cardenal Silva luchó tan denodadamente –lo que precisamente tanta falta hoy nos hace- encuentre en día no lejano un reconocimiento afectivo generalizado de los hijos de esta tierra, expresión de una empatía que haga las veces tanto de espejo como de modelo.

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